viernes, 2 de septiembre de 2011

Visiones urbanas desgarradoras...

...de cómo las ciudades se comen a las personas.
<<Regresaré mañana a Bouville con el tren de mediodía. Me bastará quedarme dos días, para hacer las valijas y arreglar mis asuntos en el banco. Pienso que en el hotel Printania querrán que les pague una quincena de más porque no les avisé. También tendré que devolver a la biblioteca los libros que he sacado. De todos modos estaré de vuelta en París al fin de la semana.
¿Y qué ganaré con el cambio? Es lo mismo: una ciudad; ésta está cortada por un río, la otra bordeada por el mar; salvo en esto son parecidas. Se escoge una tierra pelada, estéril; allí se llevan grandes piedras huecas. En esas piedras hay olores cautivos, olores más pesados que el aire. A veces los arrojan por las ventanas a las calles y allí se quedan hasta que los vientos los hayan desgarrado. Cuando el tiempo es despejado, los ruidos entran por una punta de la ciudad y salen por la otra, después de atravesar todos los muros; otras veces giran entre esas piedras que cocina el sol, que raja la helada.
Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación. La Vegetación se ha arrastrado kilómetros enteros en dirección a las ciudades. Aguarda. Cuando la ciudad esté muerta, la Vegetación la invadirá, trepará por las piedras, las estrechará, las escudriñará, las hará estallar con sus largas pinzas negras; cegará los agujeros y dejará colgar por todas partes sus patas verdes. Hay que quedarse en las ciudades mientras estén vivas, no se debe penetrar solo bajo la gran cabellera que está a sus puertas; es preciso dejarla ondular y crujir sin testigos. En las ciudades, si uno sabe arreglárselas, escoger las horas en que los animales digieren o duermen en sus agujeros detrás de los montones de detritos orgánicos, sólo se encuentran minerales, los existentes menos horrorosos.
(…)
Miro, a mis pies, el centelleo gris de Bouville. Bajo el sol, es como montones de conchas, escamas, huesos astillados, casquijo. Perdidos entre esos restos, minúsculos resplandores de vidrio o de mica lanzan con intermitencias luces ligeras. Los arroyuelos, las zanjas, los delgados surcos que corren entre las conchas serán calles dentro de una hora; caminaré por esas calles, entre muros. Dentro de una hora seré uno de esos hombrecitos negros que distingo en la calle Boulibet.
Qué lejos de ellos me siento, desde lo alto de esta colina. Me parece que pertenecen a otra especie. Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, “una hermosa ciudad burguesa”. No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto otra cosa que el agua domesticada que sale por los grifos, la luz que surge de las bombillas eléctricas cuando se hace presión en el interruptor, los árboles mestizos, bastardos, sostenidos con horquetas. Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra todos los días a las dieciséis en invierno, a las dieciocho en verano, el plomo se funde a 335°, el último tranvía sale del Ayuntamiento a las veintitrés y cinco. Son apacibles, un poco taciturnos, piensan en Mañana, es decir, simplemente, en un nuevo hoy; las ciudades sólo disponen de una sola jornada que se repite, muy parecida, todas las mañanas. Apenas la adornan un poco los domingos. Imbéciles. Me repugna pensar que volveré a ver sus caras gruesas y tranquilas. Legislan, escriben novelas populistas, se casan, cometen la extrema estupidez de tener hijos. Entre tanto, la gran naturaleza vaga se ha deslizado en la ciudad, se ha infiltrado en todas partes, en sus casas, en sus oficinas, en ellos mismos. No se mueve, permanece tranquila, y los hombres están bien metidos dentro, la respiran y no la ven, se imaginan que está afuera, a veinte leguas de la ciudad. Yo veo esa naturaleza, yo la veo ... Sé que su sumisión es pereza, sé que no tiene leyes: lo que ellos toman por constancia... Sólo tiene hábitos y puede cambiarlos mañana.>>


*Fragmento de “LA NAUSEA” (1938) de Jean-Paul Sartre  

1 comentario:

  1. "Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas" Urbanismo aplastante y filosófico. Una combinación que no había visto nunca.

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