Una estadística interesante sería un recuento de las veces que el ciudadano medio se mira al espejo.
Por supuesto no cuenta a este respecto la mirada distraída del acicalamiento rutinario.
De lo que hablo aquí es de esas veces se mira uno directamente y con intensidad a los ojos, a los gestos que muestran nuestras bocas, narices y arrugas faciales. Ese el paisaje y los detalles generados por hueso, cartílago, musculatura, piel y vello expresa hasta nuestra conciencia, pasando por los miedos y las motivaciones.Pero lo más interesante que se puede estudiar al mirar a nuestro otro yo es la identidad autogenerada, y por supuesto la máscara cargada de intención que la cubre.
Recuerdo que a mis diez años hacía el ejercicio de mirarme la jeta de forma más o menos periódica. Intentaba con no poco esfuerzo memorizar milimétricamente las suaves curvas y oquedades de la parte frontal de mi cabeza. Lo que me obsesionaba de esta actividad era la sorprendente capacidad de mutación que tenía el físico facial, que me lanzaba una imagen distinta ya no cada año o mes por la época de pubertad, sino cada minuto o segundo que prolongaba mi observación.
Me daba cuenta de que la imagen que analizaba no era otra cosa que un amalgama en estado líquido, una mezcla entre un artificio egocéntrico en desarrollo y la naturareza incontrolable que también muta con los traumas del día a día.
Era un bonito ejercicio de "éste es mi bólido, más me vale conocerlo". Aunque los resultados no fueran determinantes ni ayudaran en nada a mi desenvoltura con el resto de mortales, me parecía un deber moral. Y la explicación poseía una sencillez aplastante: pienso-->existo-->compruebo existencia-->pienso-->....
Bueno, en verdad el orden de pienso<-->existo me daba igual, porque eran cosas que me parecían obvias y banales. Existir y pensar ya lo estaba haciendo; lo difícil venía en proceso que atañe a la conciencia de uno mismo. Se me escapaban todos los detalles de mi naturaleza en el mundo.
Y es que la complejidad de la naturaleza humana viene dada por la manera eficaz en que se procesan las operaciones de prueba y error en nuestro subconsciente.
Con los años la imagen proyectada del propio ser se va distorsionando, complejizando y amoldando para complacer la visión de terceras personas. Mientras, el núcleo emocional incognoscible donde se guarda nuestra verdadera esencia no sólo sigue mutando por los pequeños y grandes traumas vitales, sino que además se hunde en aquella maraña de la imagen artificial lanzada al exterior, así como los escombros de las partes que se han tenido que sustituir.
La experiencia nos ha dicho que la sustancia de la que estamos hechos sólo se puede evaluar a través de nuestras acciones, y ahora sabemos la diferencia entre acción y actuación.
Puede ser también que la materia esencial de la que están hechas las personas no sea tan singular ni mutable en cada individuo y que sólo nos caractericen los complementos autogenerados.
Quizá no seamos capaces de lanzar una mirada hacia el interior de nuestras pupilas por el temor a ver en su oscuridad una gran chapuza automática embebida en fragmentos de identidad obsoletos.
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