domingo, 4 de septiembre de 2011

En la vida y en el arte


El retrato de un amigo mío que se dedicó a sembrar de escándalo y desaprobación los entornos más altivos de Londres.

<<Si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes personas que desconfiaban de él. Casi estuvieron a punto de negarle la admisión en un club del West End, pese a que su cuna y su posición social justificaban plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se contaba que, en una ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para fumadores del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se pusieron en pie con mal gesto y se retiraron. Curiosas historias acerca de su persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco años. Se rumoreaba que se le había visto peleándose con marineros extranjeros en un local de pésima reputación en las profundidades de Whitechapel, e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos falsos y que conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes ausencias se hicieron famosas, y cuando reaparecía entre la buena sociedad, la gente cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa burlona al pasar a su lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran decididos a descubrir su secreto. Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas respuesta suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría, que circulaban acerca de él. Se señalaba, de todos modos, que algunas de las personas con las que había tenido un trato más íntimo parecían, al cabo de algún tiempo, evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración sin limites, que desafiaron por él la censura de la sociedad y que prescindieron de todas las convenciones, palidecían de vergüenza y horror si Dorian Gray entraba en el salón donde se encontraban.
Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de muchos, para acrecentar su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era, indudablemente, un elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de quienes son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva, que los modales tienen más importancia que la moral y, en su opinión, la respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos que la posesión de un buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona que te invita a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es irreprochable en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales justifican unas entrées semifrías, como señaló en una ocasión lord Henry en un debate sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para sostener ese punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían ser, los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente esencial. La vida social debe tener la dignidad de una ceremonia, y también su irrealidad, y combinar la insinceridad de una comedia romántica con el ingenio y la belleza que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad es una cosa tan terrible? Yo creo que no*. Es, sencillamente, un método que nos permite multiplicar nuestras personalidades.>>



*Esta sentencia final representa la única vez en que la voz del narrador, Oscar Wilde, utiliza la primera persona del singular en la novela de la que procede este extracto; “El retrato de Dorian Gray”. 

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