jueves, 16 de febrero de 2012

Hombres como castillos

      Y ahí se encontraba Sigfrido, retenido en los calabozos con la compañia de un preso famélico cuya mirada parecía haberse extraviado sobre los toscos muros.

      Acurrucado y maniatado junto a un montón de excrementos secos era interrogado por alguien cuya indumentaria hacía indudable su condición de noble. Le habían tendido una emboscada, matado a todos sus hombres, y ahora le exigían confesión y justicia por unos hechos de los que no tenía constancia.

      Él, que había luchado y mandado sus huestes contra bárbaros del sur y del norte. Él que había rendido castillos guardados por guerreros de gran valía, y defendido con fiereza tantas otras murallas. Había seguido órdenes directas de los más cercanos al rey, y se había ganado el honor de su reconocimiento y remuneración.

      Los villanos que había ajusticiado por decapitación se contaban por cientos; y la mujeres que habían cedido a su voluntad por miles; su mirada se clavaba en los pobres de espíritu y forzaba automáticamente a la obediencia y humillación; su cuerpo, un mapa del dolor físico, era una prueba viviente de que las heridas no matan si hay fuerza y coraje además de sangre y vísceras.

      Tendido en el suelo le exigían respuestas que no podía dar, no tanto por su condición de inocente ignorante, sino porque su alma estaba anegada de miedo. Era ese miedo atroz a no saber qué le deparaba el destino el que le paralizaba ahora el cerebro, le aceleraba el corazón y doblaba su cuerpo hasta convertirlo en una lastimosa bola en el suelo con los ojos cuajados de lágrimas.

      -¡Quiero a mi mamaaa!-fue lo único que acertó a pronunciar entre los sollozos. Un exclamación carente de sentido, por otro lado, ya que lo más parecido a una figura materna en su vida fue una ramera a la que le cogió especial cariño antes de degollarla en un arranque etílico.

      Por primera vez en su vida se había topado con una situación de cuyo desenlace dependía verdaderamente su destino. La fatalidad hizo que esa primera vez, a una edad en la que empezaban a asomar las canas, fuera también la última.

      Una vez ejecutado por linchamiento, el cuerpo inanimado permaneció colgado en el centro de la plaza tres días y tres noches como trofeo y señal de que en la ciudadela hay seguridad y justicia,  y el bravo Sigfrido nunca tuvo otra oportunidad para hacer nada al respecto.

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