Solíamos hacer tiroteos y duelos de espada con armamento de palo, luciendo costras de sangre coagulada en la cara y en las rodillas.
Me encantaban las carreras de bicicleta a la velocidad del sonido, con el viento siempre silbando en las orejas, incluso con el brazo en cabestrillo. Y aquellas historias complejas con muñecos de plástico, que sólo podían acabar con desenlaces poco creíbles, los mismos que sufriríamos más tarde.
Noches en vela por las ilusionantes excursiones a lo desconocido, incursiones en un mundo cada vez más grande.
El dolor de saber sin entender y sólo conseguir interpretar. Pequeñas aventuras de mentira con las sensaciones más verdaderas. Preciosa intuición de las emociones que eran a su vez apuestas vitales de alto riesgo.
Simplemente aspirábamos a practicar el peligro, matar, morir, amar, odiar de forma pura como poniendo colores sobre la paleta, con miedo (o respeto) a mezclarlos.
Éramos criaturas de risa, unos pequeños temerarios. Interpretábamos la realidad huyendo hacia delante, con aquellas carcajadas y lágrimas demoledoras. Nada comparable a las severas figuras respetables. Esos monigotes grandes y serios, más valientes, atacaban batiéndose en retirada. Parecía como si sufrieran una suerte de insensibilidad compleja.
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